viernes, 31 de marzo de 2017

EL DÍA QUE LA ABUELA PARTIÓ




¿Tenemos poder sobre la vida?, ¿decidimos cuando debemos partir?, no lo sé, solo sé que el día que mi abuela se marchó para siempre, ella decidió partir, pareciera extraña esta afirmación, pero es cierta, estoy seguro de ello, déjenme contarles que paso y porque me atrevo a pensar que los seres humanos decidimos cuanto y hasta cuando transitamos por los desgastados jirones de la vida.

Yo provengo de una familia muy pegada a su tradición, una familia donde la sobre mesa era obligatoria y esperada por nosotros los hijos, y es que era el momento en que mi padre nos entretenía con relatos misteriosos, tradicionales y hasta jocosos, muchos de ellos escuchados a sus abuelos y otros a sus urbanos clientes de la carpintería que conducía y que para placer de él compartían el gusto por la plática, pero esa tradición familiar se volvía imperdible cuando a la cabecera de la mesa se sentaba la abuela, responsable de gran parte de los cuentos paternos, y es que ella tenía una habilidad especial para los relatos, los cuentos en la voz de la abuela tomaban un espíritu especial, tan especial, que sin darnos cuenta, a medida que avanzaban las narraciones, mis hermanas y yo comenzábamos a acurrucarnos en las sillas y pegarnos unos a otros, como protegiéndonos de ese misterioso final donde sin duda apareciera la bruja transformada en chancho o el enemigo, como decía mi abuela cuando se refería al diablo, que según ella, antes se  aparecía a la gente porque, esta, era muy inocente.

Así crecimos, junto a la abuela y sus relatos, esperando sus visitas que casi siempre eran celebradas por mi madre con un piqueito de bienvenida y cuyo colofón era uno de los ansiados cuentos; pero el tiempo es un verdugo, te ataca el alma, te ataca el cuerpo, eso paso con ella, los años avanzaron y las tertulias de sobre mesa se fueron alejando, en verdad los achaques de la edad la fueron sustrayendo de los cuentos y de las visitas que nos hacía, era una realidad a la que nos estábamos resignando, hasta que un día nos llegó la noticia, la abuela estaba enferma, la habían internado en el nosocomio de la ciudad. No recuerdo con precisión el diagnóstico, pero esta vez la enfermedad pudo más, ella que siempre rehuía a los cuidados médicos se encontraba postrada en la cama de un hospital, su rostro mostraba un cansancio indescifrable, tal vez cansancio de vida, de alegría, de desasosiegos, no lo sé, pero ella estaba allí, recostada sobre la cama, hablando lento y con mirada tierna, hacía recomendaciones a cada uno de los hijos que estaban a su alrededor, pedía que le cuiden sus cosas y que cada uno arregle las suyas, así la encontré cuando llegue a visitarla.

Los días pasaban lentos, porque en esos lugares, los hospitales, pereciera que el tiempo se adormita, su paso es tardo y en la medida que avanza va dejando hastío y sufrir, la abuela, mujer de caminatas y conversación, se aburría cada día más, sus días eran ver llegar temprano a las enfermeras, más tarde a los médicos que preguntaban, miraban, hablan entre ellos y escribían con letra casi indescifrable las recetas, siempre trate de leerlas y nunca las entendí; más tarde permitían el ingreso de los familiares y amigos de los que se encontraban internados, por espacio de casi dos horas las salas emulaban las reuniones familiares de domingo, pero llegada las cuatro de la tarde la tristeza volvía a los pacientes, las visitas se retiraban y lentamente la soledad tomaba por asalto los pasillos y las salas del hospital, solo algunos de los internados quedaban con compañía,  mi abuela por su edad contaba con ese privilegio, los hijos se turnaban de tal manera que la compañía nunca le faltara.

Fue en uno de esos turnos de compañía que le toco cubrir a mi padre que yo decidí acompañarlo, era de mañana cuando llegamos, encontramos a la abuela un tanto decaída, sin embargo los médicos que la habían auscultado decían que estaba estable, que no encontraban nada de qué preocuparse, pero su semblante no era el mismo, su mirada era de meditación y su profundo silencio solo nos decía que quería estar sola, la acompañábamos a prudente distancia, se acercaron las enfermeras entregando las recetas, mi padre salió a comprar algunas medicinas, yo me quede vigilante, desde su lecho la abuela me llamó muy despacito, me cogió la mano y me miró muy tiernamente, estaba a punto de comenzar la última conversación que tendría con ella.     

Hijo, estoy cansada, creo que ya cumplí con todos, quiero descansar ya, cuídate, estudia, me dijo, las palabras eran muy sentidas y me pusieron al borde del llanto, yo solo atiné a decirle que se calmara porque ya estaba mejorando, pero ella insistió, estoy cansada, ya quiero descansar; en eso irrumpió en la sala la encargada de las comidas trayendo el almuerzo del día, salí discretamente secarme los ojos, la encargada repartía los alimentos; era las doce del mediodía, llegaba Gustavo, el menor de los todos los tíos que venía a acompañar a la abuela.

Llegó la hora de despedirnos para volver más tarde, me acerque a la cama donde reposaba la incansable narradora de cuentos, ahora más ensimismada, mas ausente, la tome de la mano y le pedí que comiera un poco, ella me miro y solo me dijo, voy a descansar, salí despacio junto a mi padre; a las tres de la tarde nos avisaban que la abuela había fallecido, recién me di la cuenta que la última conversación con ella fue una despedida y que ella sabía que ese día partiría para no volver, se marchó habiendo cumplido con todos, a sus 84 años ella seguía decidiendo sus cosas y contando sus cuentos, conversando con locuacidad prodigiosa, ella partió, pero de tanto en tanto regresa con el cuento que nos vuelve a la memoria y nos la revela con su particular manera de sentarse y paciente manera de contar, ella se marchó cuando quiso marcharse.

Por lo que he contado pienso que nosotros decidimos el momento en que nos debemos marchar de esta vida, ¿para volver?, no lo sé, quizá solo para marcharnos.

E. PACHECO R.