¿Tenemos
poder sobre la vida?, ¿decidimos cuando debemos partir?, no lo sé, solo sé que
el día que mi abuela se marchó para siempre, ella decidió partir, pareciera
extraña esta afirmación, pero es cierta, estoy seguro de ello, déjenme
contarles que paso y porque me atrevo a pensar que los seres humanos decidimos
cuanto y hasta cuando transitamos por los desgastados jirones de la vida.
Yo
provengo de una familia muy pegada a su tradición, una familia donde la sobre
mesa era obligatoria y esperada por nosotros los hijos, y es que era el momento
en que mi padre nos entretenía con relatos misteriosos, tradicionales y hasta
jocosos, muchos de ellos escuchados a sus abuelos y otros a sus urbanos
clientes de la carpintería que conducía y que para placer de él compartían el
gusto por la plática, pero esa tradición familiar se volvía imperdible cuando a
la cabecera de la mesa se sentaba la abuela, responsable de gran parte de los
cuentos paternos, y es que ella tenía una habilidad especial para los relatos,
los cuentos en la voz de la abuela tomaban un espíritu especial, tan especial,
que sin darnos cuenta, a medida que avanzaban las narraciones, mis hermanas y
yo comenzábamos a acurrucarnos en las sillas y pegarnos unos a otros, como
protegiéndonos de ese misterioso final donde sin duda apareciera la bruja
transformada en chancho o el enemigo, como decía mi abuela cuando se refería al
diablo, que según ella, antes se aparecía
a la gente porque, esta, era muy inocente.
Así
crecimos, junto a la abuela y sus relatos, esperando sus visitas que casi
siempre eran celebradas por mi madre con un piqueito de bienvenida y cuyo
colofón era uno de los ansiados cuentos; pero el tiempo es un verdugo, te ataca
el alma, te ataca el cuerpo, eso paso con ella, los años avanzaron y las
tertulias de sobre mesa se fueron alejando, en verdad los achaques de la edad
la fueron sustrayendo de los cuentos y de las visitas que nos hacía, era una
realidad a la que nos estábamos resignando, hasta que un día nos llegó la
noticia, la abuela estaba enferma, la habían internado en el nosocomio de la
ciudad. No recuerdo con precisión el diagnóstico, pero esta vez la enfermedad
pudo más, ella que siempre rehuía a los cuidados médicos se encontraba postrada
en la cama de un hospital, su rostro mostraba un cansancio indescifrable, tal
vez cansancio de vida, de alegría, de desasosiegos, no lo sé, pero ella estaba
allí, recostada sobre la cama, hablando lento y con mirada tierna, hacía
recomendaciones a cada uno de los hijos que estaban a su alrededor, pedía que
le cuiden sus cosas y que cada uno arregle las suyas, así la encontré cuando
llegue a visitarla.
Los
días pasaban lentos, porque en esos lugares, los hospitales, pereciera que el
tiempo se adormita, su paso es tardo y en la medida que avanza va dejando
hastío y sufrir, la abuela, mujer de caminatas y conversación, se aburría cada
día más, sus días eran ver llegar temprano a las enfermeras, más tarde a los
médicos que preguntaban, miraban, hablan entre ellos y escribían con letra casi
indescifrable las recetas, siempre trate de leerlas y nunca las entendí; más
tarde permitían el ingreso de los familiares y amigos de los que se encontraban
internados, por espacio de casi dos horas las salas emulaban las reuniones
familiares de domingo, pero llegada las cuatro de la tarde la tristeza volvía a
los pacientes, las visitas se retiraban y lentamente la soledad tomaba por
asalto los pasillos y las salas del hospital, solo algunos de los internados quedaban
con compañía, mi abuela por su edad
contaba con ese privilegio, los hijos se turnaban de tal manera que la compañía
nunca le faltara.
Fue
en uno de esos turnos de compañía que le toco cubrir a mi padre que yo decidí acompañarlo,
era de mañana cuando llegamos, encontramos a la abuela un tanto decaída, sin
embargo los médicos que la habían auscultado decían que estaba estable, que no
encontraban nada de qué preocuparse, pero su semblante no era el mismo, su
mirada era de meditación y su profundo silencio solo nos decía que quería estar
sola, la acompañábamos a prudente distancia, se acercaron las enfermeras entregando
las recetas, mi padre salió a comprar algunas medicinas, yo me quede vigilante,
desde su lecho la abuela me llamó muy despacito, me cogió la mano y me miró muy
tiernamente, estaba a punto de comenzar la última conversación que tendría con
ella.
Hijo,
estoy cansada, creo que ya cumplí con todos, quiero descansar ya, cuídate,
estudia, me dijo, las palabras eran muy sentidas y me pusieron al borde del llanto,
yo solo atiné a decirle que se calmara porque ya estaba mejorando, pero ella
insistió, estoy cansada, ya quiero descansar; en eso irrumpió en la sala la
encargada de las comidas trayendo el almuerzo del día, salí discretamente
secarme los ojos, la encargada repartía los alimentos; era las doce del
mediodía, llegaba Gustavo, el menor de los todos los tíos que venía a acompañar
a la abuela.
Llegó la
hora de despedirnos para volver más tarde, me acerque a la cama donde reposaba
la incansable narradora de cuentos, ahora más ensimismada, mas ausente, la tome
de la mano y le pedí que comiera un poco, ella me miro y solo me dijo, voy a
descansar, salí despacio junto a mi padre; a las tres de la tarde nos avisaban
que la abuela había fallecido, recién me di la cuenta que la última
conversación con ella fue una despedida y que ella sabía que ese día partiría
para no volver, se marchó habiendo cumplido con todos, a sus 84 años ella
seguía decidiendo sus cosas y contando sus cuentos, conversando con locuacidad
prodigiosa, ella partió, pero de tanto en tanto regresa con el cuento que nos
vuelve a la memoria y nos la revela con su particular manera de sentarse y paciente
manera de contar, ella se marchó cuando quiso marcharse.
Por lo que
he contado pienso que nosotros decidimos el momento en que nos debemos marchar
de esta vida, ¿para volver?, no lo sé, quizá solo para marcharnos.
E.
PACHECO R.